Colombia no está atravesando simplemente una crisis política. Está viendo cómo su democracia se desangra, lentamente, a punta de balas, de odio y de indiferencia. Lo que ocurrió con Miguel Uribe Turbay no es un hecho aislado; es un síntoma, un grito desesperado. Hoy, un senador de la República lucha por su vida tras haber sido víctima de un atentado. Y mientras un país suplica justicia y su familia pide respeto, las redes se llenan de frases que pretenden relativizar el horror: que si es de derecha, que si lo buscó, que si no representa al pueblo. Como si la dignidad humana dependiera del partido al que se pertenezca. Esa hipocresía nos está matando.
Porque yo me pregunto: ¿y si hubiera sido un líder de izquierda el que hoy estuviera en una UCI? ¿No estaríamos viendo titulares internacionales? ¿No estarían algunos rasgándose las vestiduras, acusando a “la infame derecha” de querer callar con sangre lo que no pudo callar con votos? Lo que veo es un país atrapado en la doble moral. Un país que no aprendió nada de su historia. Un país que repite la tragedia con una naturalidad aterradora.
¿No hemos aprendido nada de la sangre de Gaitán, de Galán, de Álvaro Gómez Hurtado, de Carlos Pizarro, de los miles de líderes de la Unión Patriótica que fueron exterminados por pensar distinto? ¿Nada del asesinato de Bernardo Jaramillo Ossa, por creer que la izquierda también podía jugar limpio en democracia?
Hoy es Miguel Uribe. Un senador. Un joven político. Un colombiano. No un “árabe”, como han querido caricaturizarlo algunos con la soberbia de la ignorancia. Miguel es más colombiano que muchos que ondean la bandera mientras alimentan el odio. Más colombiano que usted, señor presidente, que dice tener sangre noble de un ducado italiano. Aquí no se trata de abolengos. Se trata de patria. Y la patria se defiende con decencia, no con discursos que incitan al linchamiento moral.
Porque no podemos olvidar que usted, presidente Petro, fustigó en redes a Miguel Uribe hace apenas unos días. Y esas palabras, que para muchos son solo tuits, en este país enfermo de odio, pueden ser órdenes disfrazadas. Usted no es una víctima, señor presidente. Usted es el jefe de Estado. Y como tal, debe proteger incluso a quienes lo contradicen. No es la primera vez que la violencia busca callar a quien piensa distinto. Pero sí es la primera vez en mucho tiempo que esa violencia se siente tan legitimada desde el poder.
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Y mientras tanto, seguimos hablando de paz total. ¿Paz con quién? ¿Con qué garantías? ¿Con qué justicia, si la autoridad desapareció de los territorios? ¿Con qué legitimidad, si las víctimas se silencian y los victimarios se sientan en el Congreso?
La democracia no está en riesgo. La democracia está siendo asesinada. Y si no reaccionamos ahora, si no ponemos límites claros, si no volvemos a defender la vida como valor absoluto, mañana no será Miguel. Mañana puede ser cualquiera que se atreva a pensar diferente.
Este no es un discurso de odio. Es un grito de advertencia. Porque los demócratas de verdad no callan cuando el otro cae. Los demócratas de verdad condenan la violencia, venga de donde venga.
Miguel Uribe no es un símbolo de la derecha. Hoy, Miguel Uribe es símbolo de algo más profundo: la fragilidad de un país que dejó de valorar la vida cuando le incomoda el apellido de la víctima.